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jueves, 1 de enero de 2009

Robots exploradores transforman un objeto lejano y misterioso en territorio conocido.´




El borde del cráter Victoria (sup.) se aprecia en una imagen tomada por el robot Opportunity. Con dos robots exploradores, una sonda de aterrizaje y tres orbitadores inspeccionando, nuestra visión del planeta rojo nunca ha sido más clara.Foto de NASA/JPL/Universidad de Cornell

Hace mucho tiempo que Marte ejerce su atracción en la imaginación humana. Los antiguos veían al astro rojo y errático como violento o siniestro: los griegos lo identificaban con Ares, el dios de la guerra; los babilonios lo nombraron por Nergal, señor del inframundo, y para los chinos de la antigüedad era Ying-huo, el planeta de fuego. Incluso después de que Copérnico propusiera, en 1543, que el centro del cosmos local era el Sol y no la Tierra, la excentricidad de los movimientos de Marte siguió siendo un enigma, hasta que en 1609 Johannes Kepler analizó todas las órbitas planetarias como elipses, con el Sol en uno de los focos.
Ese mismo año, Galileo observó por primera vez a Marte a través de un telescopio. A mediados del siglo XVII, estos habían mejorado lo suficiente para poder apreciar cómo los casquetes polares del planeta rojo aumentaban o disminuían su tamaño de acuerdo con las estaciones, y distinguir rasgos como Syrtis Major, una mancha oscura que se creía era un mar superficial. El astrónomo italiano Giovanni Cassini logró observar ciertos rasgos con una precisión tal que le permitió calcular la rotación del planeta. El día marciano, concluyó, duraba 40 minutos más que el nuestro, de 24 horas; su cálculo falló por sólo tres minutos. Mientras que Venus, un vecino planetario más grande y cercano, presentaba una cubierta de nubes impenetrable, Marte mostraba una superficie lo suficientemente parecida a la Tierra como para invitar a la especulación de si estaba o no habitado por formas de vida.
Tras superar el efecto borroso que provoca la atmósfera densa y dinámica de nuestro propio planeta, telescopios cada vez más refinados permitieron obtener mapas de Marte con mayor detalle; en ellos se distinguían mares e incluso pantanos en los que las variaciones estacionales de la supuesta vegetación iban y venían con los fluctuantes casquetes polares. Uno de los cartógrafos más acuciosos de ese planeta era Giovanni Schiaparelli, quien utilizó el término italiano canali para referirse a las aparentes conexiones lineales entre lo que se suponía eran cuerpos de agua. La palabra pudo haberse traducido como “cauces”, pero “canales” capturó la atención del público y, en particular, la de Percival Lowell, un bostoniano adinerado y culto que en 1893 abrazó la causa de los canales como artefactos de una civilización marciana. Como astrónomo, Lowell sólo era un aficionado muy entusiasta, pero no un chiflado. Construyó su propio observatorio en una meseta cercana a Flagstaff, Arizona, a más de 2 000 metros de altura y, en sus propias palabras, “lejos del humo de los hombres”. Sus dibujos de Marte se consideraban superiores a los de Schiaparelli, incluso por astrónomos hostiles a las teorías del bostoniano. Lowell propuso que se trataba de un planeta moribundo cuyos habitantes, de gran inteligencia, combatían la desecación creciente de su mundo con un sistema de canales de irrigación que distribuía y conservaba el agua, cada vez más escasa, de los casquetes polares.
H.G. Wells dramatizó esta visión en un clásico de la ciencia ficción: La guerra de los mundos (1898). A los marcianos invasores, si bien tenían una apariencia horrorosa y eran despiadados, les atribuyó un poco de humanidad desapasionada. Con avanzados instrumentos y una inteligencia aguzada por la “necesidad apremiante”, los marcianos miran con envidia a través del espacio “nuestro propio planeta, más templado, verde por la vegetación y gris por el agua, con una atmósfera nublada que hace elocuente su fertilidad, y por entre los jirones de nubes que se esparcen atisban las grandes extensiones de terreno densamente pobladas y los mares estrechos con su multitud de navíos”.
En el siguiente medio siglo de fantasías marcianas nuestro planeta vecino fungió como un gemelo oscuro en el que se proyectaban preocupaciones terrenales, ansiedades y debates. Asuntos contemporáneos tan candentes como el colonialismo, el colectivismo y el agotamiento de los recursos naturales por la industrialización hallaron un amplio espacio de expresión en diversas utopías marcianas.
Pero toda la extravagante megafauna marciana cayó en el olvido, barrida por las fotografías que tomó la nave Mariner 4, al sobrevolar el planeta a una distancia de 10 000 kilómetros, el 14 de julio de 1965. La región que se capturó con una de las primeras cámaras digitales no mostraba canales ni ciudades ni agua ni erosión o desgaste debido a agentes atmosféricos. Marte se parecía más a la Luna que a la Tierra. Sus cráteres prístinos sugerían que las condiciones de la superficie no habían cambiado en más de 3 000 millones de años. Hacía mucho que el planeta moribundo estaba muerto.
Otras dos naves Mariner, lanzadas al espacio en 1969, enviaron a la Tierra 57 imágenes que, en palabras del boletín de prensa de la NASA, “revelaron a Marte como un lugar con muchos cráteres, inhóspito, frío, seco, casi sin aire y en general hostil a cualquiera de las formas de vida que existen en la Tierra”. Pero el Mariner 9, orbitador lanzado en 1971, mandó, en un lapso de 146 días, 7 000 fotografías de una topografía sorprendentemente variada y violenta: volcanes, de los cuales el más grande, el Monte Olimpo, tiene una altura de 20 kilómetros, y un sistema de cañones, el Valle Marineris, que en la Tierra se extendería desde Nueva York hasta Los Ángeles. Islas de formas desgarradas y grandes arroyos daban testimonio de enormes inundaciones en el pasado marciano, posiblemente de agua, el sine qua non de la vida como la conocemos. En 1976 las dos sondas de aterrizaje Viking llegaron sin incidentes a la superficie marciana; los ingeniosos experimentos químicos que llevaban dieron resultados ambiguos en cuanto a la posibilidad de vida en Marte. Las conclusiones derivadas de esos resultados aún son objeto de debate en el siglo XXI.
Mientras tanto, aumenta nuestra familiaridad geográfica y geológica con Marte. Al despliegue triunfante del pequeño robot explorador Sojourner, en 1997, le siguió, en 2004, el éxito todavía más espectacular de dos robots exploradores más durables, el Spirit y el Opportunity. En cuatro años de viaje por el planeta rojo, los robots gemelos, propulsados por energía solar, han transmitido imágenes con un detalle sin precedente, incluyendo muchas que claramente corresponden a rocas sedimentarias y que sugieren la existencia de mares antiguos. Las fotografías ubican al observador justo en la superficie; las huellas de Spirit y Opportunity, semejantes a las que dejaría una escalera de mano al ser arrastrada, serpentean y excavan su camino a través de polvo y rocas que durante eones han permanecido casi sin perturbaciones bajo cielos de color salmón rosado y un sol que brilla como una perla. En esa desolación quieta, la irrupción de nuestra viva curiosidad y su intención sistemática se sienten heroicas.
Ahora, la Phoenix, con su intricando brazo, muy superior al de sus predecesores, su cuchara, sus cámaras e instrumentos de análisis, nos lleva unos centímetros por debajo del polvo, la arena y el hielo en la región polar del norte marciano. Las cucharadas de sustancias de otro planeta, cuyos ingredientes químicos han sido volatilizados, separados e identificados, se convierten en referencias para la historia cósmica. Al mismo tiempo, el Mars Reconnaissance Orbiter (Orbitador de Reconocimiento de Marte), la más reciente de las tres naves que giran alrededor del planeta, alimenta las computadoras de la Universidad de Arizona con fotografías de rasgos de la superficie asombrosamente vívidas y precisas. Algunas imágenes en colores falsos parecen completamente abstractas; sin embargo, ofrecen información científica preciosa para ojos más experimentados.
Después de todo, el planeta muerto no lo está tanto: avalanchas y tormentas de polvo son capturadas por la cámara, y en los polos, una sublimación estacional de hielo seco produce erosión y movimiento. Las dunas cambian y los remolinos de arena trazan oscuros garabatos en la delicada superficie. Ya sea que entre este caudal de información surja o no evidencia de vida microbiana o de líquenes, Marte se ha convertido en un vecino más cercano que nunca, en una provincia del conocimiento humano. Las visiones oscuras y extravagantes del planeta de fuego titilante han dado lugar a acercamientos panorámicos de una belleza que va más allá de la imaginación.

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